RABINO CHIL SLOSTOWSKI

Como descendiente de un número de Rabínos ortodoxos, recibí una educación rabínica estricta. Doy gracias a Dios por una mente que a la edad de 17 años me permitió obtener los más altos diplomas de dos seminarios Rabínicos. Sin embargo, estas distinciones no me satisficieron y continué estudiando formalmente el Talmud, el Shulján Aruj y otras obras rabínicas. Cuando tenía 20 años sabía una gran parte del Talmud y otros comentarios del Tanaj de corazón. A causa de mi conocimiento completo de muchos de estos libros rabínicos me consultaban con preguntas acerca de Kashrut, y a pesar de mi juventud ellos aceptaban mis decisiones como correctas.

A la edad de veinticinco llegue a ser rabino en Dubno, Polonia. Era estrictamente ortodoxo y rechazaba cada opinión que no componía con la letra de la tradición Talmúdica. Dos años después recibí un llamado a Łódź, a uno de los pueblos grandes en Polonia. Allí no solamente tenía la posición de rabino sino también de profesor en el Seminario Rabínico. En mis lecciones amonestaba a los estudiantes a aborrecer el cristianismo y a Jesús mismo. Yo creía todas las historias terribles contenidos en el Talmud.

Sin embargo, a través de la previsión sabia de Dios, conocí en aquel tiempo a un misionero bien educado. El conocía el Talmud y comenzó a conversar conmigo. Lo que me decía era muy interesante y frecuentemente lo visitaba. Muy pronto mis parientes llegaron a saber de esto y se perturbaron bastante. Ellos lo discutieron entre si y decidieron escribir, sin mi consentimiento, al Jefe Rabino de Palestina, T. Cook. El Rabino Cook por causa de nuestra correspondencia tocante al Kashrut le fue dicho del “gran peligro que amenazaba mi alma”, por causa de mi asociación con el misionero cristiano. Le rogaron que tuviera lastima de mi alma y que salvara mi alma “de gran peligro” que obtuviera y me enviara una invitación a Palestina. Ellos estaban convencidos que de esta forma seria “prontamente liberado de la mala influencia del misionero peligroso.” En todo ese tiempo yo no tenía la menor idea de que era lo que estaba sucediendo.

Algunas semanas después recibí una carta del Rabino Jefe. Me escribió de varias cosas y menciono muy casualmente que podía conseguirme un permiso para entrar a Palestina si quisiera ir allá. Yo estaba encantado al contemplar ir a la tierra de mis antepasados, y acepté su sugerencia con gozo. Un mes después me fui a Palestina.

Poco después de mi llegada fui nombrado como secretario del Jefe Rabino de Jerusalén. Aún más, me mostraba su favorecimiento especial y le gustaba tenerme cerca de él. Su interés en mí se hizo tan obvio que comencé a dudar cual sería la verdadera razón. Un día le pregunté francamente acerca de esto. Luego me relató de la correspondencia con mis parientes y trato de convencerme de la “falsedad” de las enseñanzas del misionero. Aquí debo confesar que las palabras del misionero habían penetrado solamente mi mente y no mi corazón. En ocasiones, toma muchos años para que la verdad proceda de la mente al corazón, y en mi caso así fue. A causa de las conversaciones del Jefe Rabino comencé a pensar que quizá tuviera razón, y gradualmente las pláticas del misionero se desvanecieron de mi mente. Después de la muerte del Rabino Cook acepté el llamado como maestro Talmúdico en el Seminario de Tel Aviv donde enseñé por dos años. Pero aun así, ¡el Señor me buscó!

Un día yo viajaba por tren de Haifa hacia Jerusalén, acompañado de varios miembros de mi Comité. Del lado opuesto, en un compartimento estaba sentado un joven leyendo un librito. En el cubierto del libro podía ver muy claramente las palabras “Nuevo Testamento” en Hebreo. Inmediatamente supe que él era un Cristiano Judío, Judío porque leía en Hebreo, y Cristiano porque leía el Nuevo Testamento. En la presencia de los miembros de mi Comité me sentí obligado a protestar con el joven y a reprocharle por leer un libro prohibido tan estrictamente como el Nuevo Testamento. Lo critiqué severamente y de esa forma le hice conocer mi posición de Rabino. Para mi sorpresa, el joven no se molestó sino que sonrió y me dijo: “Quizás usted me pueda demostrar que encuentra de ofensivo en el libro y yo se lo puedo explicar.”

Cuando él dijo esto, mis pensamientos repentinamente retrocedieron a los años cuando yo había leído un pequeño Nuevo Testamento, aunque nada más superficialmente sin que me llegara al corazón. Aun así, yo sabía que no había nada repugnante en el libro. Lo que más me molestaba al momento era la presencia de mis compañeros de viaje. Tenía que darle una respuesta apropiada al joven para no perder el respeto de mis amigos.

Entonces le dije: “¿Cómo puedo enseñarte declaraciones de un libro el cual tenemos prohibido leer?!” El respondió: “¿Cómo pueden criticar y juzgar algo de lo cual no tienen conocimiento? Primero, lee, por favor, el libro y luego veras que no hay nada en él que puede ser criticado.” Me quede callado ¿qué podía yo decir? ¿Que no estaba yo bien consciente en mi corazón y alma que no había ni una palabra en el Nuevo Testamento que podía ser criticada o condenada?

De repente mi discusión con el misionero en Polonia regreso a mi mente. ¿Porque había corrido de sus instrucciones que yo tanto había respetado? Como rayo, estos pensamientos removieron mi alma. Obviamente el joven notó las expresiones confundidas en mis ojos. El me susurró: “Veo que estás interesado en estas cosas. ¿Te pudiera dar este Nuevo Testamento? Por favor tómalo; yo tengo otro en casa. Tus compañeros no lo ven; en este momento están viendo por la ventana admirando los campos.” Rápidamente tome el librito y lo guarde en mi bolsillo.

Esa misma tarde comencé a leer el Nuevo Testamento en mi cuarto en Jerusalén. Sin embargo, antes de abrirlo, oré: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley.” (Salmos 119:18). En su gracia el Señor escucho mi oración y me enseño cosas que nunca había visto. Mientras que leía sentí la creación de un corazón limpio y recto dentro de mi (Sal 51:10) y una nueva luz (Sal. 119:105). Como un hombre sediento toma agua con avidez, así tomaba yo hoja por hoja del Nuevo Testamento. En un largo trago leí el Evangelio de Mateo, Marcos, y Lucas –hasta que vi el reloj— ¡las 3 de la mañana!

Con cada vuelta de hoja crecía y se profundizaba la convicción de que Jesucristo es el Mesías que había sido profetizado a los judíos. Lentamente mi corazón cargado, alma y espíritu comenzó a liberarse y gozarse. Esto era un sentimiento completamente raro y nuevo que no podía describir al momento; pero a la vez, era tan real. Ciertos capítulos de las Santas Escrituras me llamaron la atención de una forma especial y aun puedo recordar muchos de ellos. El Sermón del Monte me abrió un nuevo mundo, un mundo lleno de hermosura y gloria. El Proclamador de tal mundo no puede ser malvado, diga lo que diga el Talmud. Las palabras “El cielo y tierra pasaran, pero mis palabras no pasaran” podían únicamente ser dichas por Dios mismo o por un hombre loco. Y por las respuestas que Jesús dio a los escribas y fariseos es bastante claro que no era lunático, al contrario, excepcionalmente sabio. Por tanto no puede ser algo más que un hecho que Él era verdaderamente Dios, tal como lo creían sus discípulos (Juan 20:28). Estaba profundamente impresionado también por Lucas 23:34 “Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Jesús, aun cuando lo clavaron en la Cruz, no tenía otra cosa más que perdón, misericordia, simpatía y oración por sus perseguidores. ¡Qué diferencia! ¡Era más grande Él que los profetas!

Mi alma fue tocada tanto por lo que leí que aunque eran las tres de la mañana, por la primera vez en mi vida me arrodillé y oré; ya que los judíos oran de pie y no arrodillados. No puedo decir por cuanto tiempo oré, pero sé que nunca antes había orado con tanto fervor y propósito. Lloré y pedí iluminación divina. Le imploré que me mostrara la verdad: que era verdadero y que era erróneo, el Talmud o el Nuevo Testamento. Y por la primera vez ore en el nombre de JESUS!

Después de esa oración entro en mi corazón tal paz y gozo el cual nunca había experimentado antes, ni en el Día de Expiación aunque en ese día siempre ayunaba y oraba fervientemente. Nunca antes había tenido tal certidumbre de reconciliación con Dios como ahora y desde entonces, gracias a Dios, se ha mantenido así. Sabía sin duda que el Señor Jesús es el Mesías profetizado a los judíos y el Salvador del mundo, y llegué a verlo a Él como mi Redentor personal.

Luego me fui a la cama; pero después de esta experiencia tan vívida me era imposible dormir. Pronto escuché una voz que me dijo “Nunca más te alejes de Mi! Yo te usaré para gloria de Mi nombre y como testigo de Mi gracia salvadora.” Esto no era imaginación pero verdadero, e inmediatamente conteste: “Señor, heme aquí.” De ese momento en adelante, mi vida no me pertenecía más a mí, sino a Él y así es aun ahora. Pues en ese momento le rendí mi vida completa y sin reservación a Él. Aun eso, sentía yo, era un pago muy pequeño por todo lo que había hecho por mí cuando salvó mi alma de condenación eterna.

Al principio no era más que un creyente en secreto. En mi interior yo sabía que el Señor Jesucristo era el Mesías de Israel y mi Redentor personal, pero aun así continúe con mis tareas y responsabilidades de Rabino. Viví de esta forma por dos meses. Pero ah! Que deprimida y miserable se sentía mi alma. Por fin reconocí que no podía vivir una vida doble sirviendo a Dios y las riquezas (Mateo 6:24). Debía confesar a Cristo públicamente—cualquiera que fueran las consecuencias.

El mismo día, renuncié a mi puesto como Rabino. El Comité de miembros estaba consternado. Ellos me pedían francamente que no renunciara y me ofrecían un salario mayor. Luego yo, con toda franqueza, les testifiqué como Jesús era el Mesías prometido y mi Redentor personal.

Inmediatamente vino la persecución, aunque no me intimidó en ninguna manera, pues ya la estaba esperando. Fui apedreado en la calle y tuve que quedarme en la cama por algún tiempo mientras el doctor venia dos veces al día para atender y curar mis heridas. Cuando mis compañeros judíos vieron que la persecución no me movió, intentaron otro plan: Un judío prominente ofreció adoptarme como su hijo y heredero dado que renunciara al Cristianismo. Yo le dije: “Si puedes darle paz a mi alma, procurar por mí la presencia de Dios y perdonar mis pecados, regresare al judaísmo.»

Más tarde, cuando estaba en tal peligro y no sabía a donde ir, conocí un misionero americano en una tienda cristiana. Habló conmigo en hebreo y cuando escuchó que era convertido y que peligraba mi vida, me aconsejó que fuera inmediatamente a Beirut en Siria y me dio una carta de introducción para el Pastor de la iglesia evangélica. Fui allí, y dos meses después, fui bautizado. Poco después entre a la Escuela Bíblica y después de pasar la examinación, regresé a Palestina para trabajar entre mi propia gente, testificándoles del Señor Jesucristo.

Mi método de trabajo era de doble propósito: Primero, enseñaba pasajes del Antiguo Testamento que demostraban que el Señor Jesús es el verdadero y esperado Mesías de Israel. He encontrado más de doscientos pasajes que comprueban este hecho. Luego, enseñaba la superioridad del Nuevo Testamento a cuestión del Talmud. Las bendiciones de Dios descansaban sobre este método, y un número de hermanos a quienes les testifiqué han llegado a creer en el Señor Jesucristo como su Redentor.

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